Conmemoración 11 S y las inclemencias del clima político

Columna

Durante las anteriores conmemoraciones de décadas del golpe de Estado, parecía haber un consenso más o menos extendido de que el foco de estas estaba en las víctimas de la dictadura, en las demandas por verdad y justicia, por reparación y garantía de no repetición, por el “Nunca más”, y si bien dichas fechas explicitaban que había detractores y defensores de lo que vino después, las conmemoraciones siempre tuvieron esa impronta de denuncia frente a las violaciones de derechos humanos.

11 septiembre

En esta versión de los 50 años se ha visto un Chile que ha mutado, por el factor demográfico que habla de una generación adulta que no vivió en carne propia la dictadura y por una compleja trama de factores que combinan fenómenos culturales, económicos, políticos y de contexto, que dan por resultado un inédito desplazamiento de los focos del debate en torno al golpe de Estado. A esto le sumamos los tropiezos comunicacionales que ha tenido el actual gobierno para instalar el tema en la agenda, lo que ha alejado la intención primaria de lo que era este momento: un momento de reflexión y reafirmación del compromiso con los valores democráticos.

Durante los años de dictadura, el ideal de recuperación de la democracia fue el gran motor de la resistencia, sin embargo, todos estos años han revelado una desafección por la democracia y por la política muy extendido en la sociedad chilena, donde el otrora reclamo por la justicia y los derechos humanos queda opacado y eclipsado por otros asuntos que son percibidos como más importantes y menos confrontacionales. Según la última encuesta de Pulso Ciudadano, un 56,5% de la población se encuentra “nada o poco interesado” en esta conmemoración. A pesar de ello, la mayoría entiende la importancia de esta, 58,1% considera que la conmemoración es medianamente importante, importante o muy importante, sin embargo, estima que el país no está en las mejores condiciones para “abrir heridas del pasado”.

¿Cómo es que se instaló de manera tan extendida esta visión? Quizás esa es la mayor muestra de las consecuencias del golpe, de ese fatídico momento de nuestra historia al que casi la mitad de Chile ya no quiere dar protagonismo: la instalación de un modelo excluyente, donde el individualismo y el camino personal son lo único que cuenta, donde la política y su espíritu colectivo son vistos como obsoletos y hasta peligrosos para las “libertades del ciudadano”, entendidas estas como libertades en el mundo del mercado, ese que coloca a la superación personal y al mérito propio como único responsable de la seguridad de las personas, trasladando toda responsabilidad a la persona misma (y sus familias), quitando de la ecuación al Estado y sobre todo a la sociedad completa como parte del hábitat social de pertenencia del individuo.

A esta mirada liberal debemos agregarle otro factor muy arraigado en la cultura del individualismo, que es la necesidad de diferenciación, lo que magistralmente ha sabido intensificar el fenómeno de las redes sociales: “Solo te puedo recordar si te puedo diferenciar del resto”. Todo esto pulsa los botones más emocionales de las personas, y una emocionalidad exagerada da pie para la proliferación de populismos y discursos de odio que afloran con increíble futilidad.

La desconfianza frente a las instituciones, reflejada en el rechazo a la participación ciudadana junto a las crisis sociales, son las que terminan generando crisis que estallan cada tanto, como una liberación de energía, para que luego de ello se pueda continuar con lo mismo.

En el Chile de los 50 años pos golpe, la democracia parece no hacerle sentido a mucha gente, pero las contradicciones tampoco son menores y se puede apreciar incluso incongruencia cuando vemos que un 76,5% de las personas encuestadas prefiera la democracia como sistema de gobierno, sin embargo y al mismo tiempo, un 43,7% justificaría otro Golpe de Estado dependiendo de las circunstancias que esté viviendo el país (Pulso ciudadano).

Tales opiniones ya no son propias de un mismo “color político”, ni siquiera de una generación en particular: la desafección es un conjunto de sentimientos difusos que hacen que las personas vean la política como algo ajeno a las cosas que realmente les importan, que son más que nada, relacionadas a cómo resolver su día a día, a situarse en lo inmediato y a rechazar con molestia los procesos de decisión política debido al recelo y desconfianza de los espacios democráticos.

Cuando la desafección por la democracia se vuelve un sentido común, comienza a descomponerse la estructura política hasta ahora conocida y ya sabemos el peligro que es dejar ese espacio vacío. Sabemos que este clima de polarización también es alimentado de manera muy conveniente por ciertos sectores. Hoy se crea ilusoriamente un discurso que genera falsos dilemas, como aquel que coloca a las temáticas de derechos humanos por un lado y temas de otra naturaleza, como la seguridad ciudadana y la anti delincuencia, en un forzado “lado opuesto”, atizando enfrentamientos discursivos que preparan un explosivo caldo de cultivo para el surgimiento de corrientes extremas que, bajo consignas heroicas como la libertad y el desarrollo, se apoyan en estructuras antidemocráticas falaces y potencialmente muy dañinas.

Duro desafío queda una vez pasado este año, donde parte importante de chilenos y chilenas siguen con las heridas abiertas por la falta de justicia frente a crímenes de lesa humanidad, mientras otros, muy fuera de esa realidad, claman por otras demandas absolutamente distantes y dejan espacio libre al avance de liderazgos peligrosamente antidemocráticos, de lo cual Latinoamérica ya está dando claros ejemplos.